viernes, 2 de noviembre de 2012

Katia


Me pasa siempre que fallecen chicas jóvenes cuyas fotografías se repiten después en los medios.
Leyendo ayer en internet la noticia de la noche de Halloween (tres jóvenes chicas cuyos rostros en foto-carnet encabezaban el artículo mueren aplastadas en una mega-sala de fiestas) leí el comentario de uno de los lectores, un apunte aparentemente superficial en el que este lector y comentarista se preguntaba, con gran agudeza en mi opinión, sobre por qué siempre las que morían eran las guapas. Otro había contestado que las feas son más fuertes que las guapas, que son más delicadas, lo cual puede que no sea más que una tontería. Yo me atrevo a añadir aquí que las feas no constituyen una noticia tan jugosa como las guapas. Y añado que cuando uno llega a cierta edad encuentra irremediablemente belleza en cualquier intangible chica normal de 16 a 20 años. Y añado también que a las guapas se las recuerda más vivamente que a las no lo son tanto.
Lo que me sucede siempre que una bella joven muere así de forma trágica es que me enamoro como un tonto, hasta la obsesión en cierto modo, de su fotografía, de su imagen. No se trata de nada físico, la Red está llena de chicas guapas de las que paso de largo. Se trata de un enamoramiento imposible, ideal, lleno de promesas ya irrealizables y por lo tanto eterno, muy similar a esos preciosos enamoramientos que tanto perturban nuestras juventudes hacia algunas heroínas o damas del cine que contemplamos, y que nos proporcionan material para fantasear de sobra con erigirnos en héroes dignos de su altura, o en entregados amantes, en otra persona distinta mucho más alta y dichosa que la de nuestra vida real. Muy parecida es la promesa de amor que me proporcionan las bellas jóvenes que mueren, como Katia anoche. Puede no ser sino una oculta necrofilia, claro. Pero así y todo es amor.
Veamos: el pelo con mechas rojas, los ojos inteligentes y salvajes detrás de unas gafas de pasta, el rostro fuerte y sin embargo delicado. El gesto de niña bien criada que lo sabe todo y que explora con rebeldía otros papeles menos cómodos, que es joven y tiene ganas de desafiar a papá, que es el destino. Y con esto basta. Encuentra uno en su profunda mirada a la cámara un mundo de repente apagado, por una tontería. Es como una burla cruel de Dios o los dioses. Comprende uno que el azaroso infinito pasaba tanto por su vida entera como pasa ahora a través de su muerte, que la cadena de causas y consecuencias continuará ciego, incomprensiblemente, sin contar con Katia. Debe haber un error en todo esto, piensa uno, y emplea durante unas horas todas sus fantasías en reparar este error. Se hubiera podido hacer algo, piensa, quizá se hubiera podido ser perfectamente feliz con ella, lejos, pero acaba entendiéndose con horror que esa incorrupta belleza se ha perdido para todos. En algo así consisten estos tontos enamoramientos hacia una belleza perdida, en el ansia de una reparación tan inverosimil como la de la propia vida.
Ojalá que el rostro de Katia con su sombrero no se me haga tan presente en los próximos años como aquel otro moreno, sonriente y delgado de Sonia Carabantes.

(Mi madre, cuando veíamos televisada la desgracia de una mujer, o niña, tenía siempre una frase recurrente: "Pobrecita, con lo guapa que era"; yo la ridiculizaba un poco entonces, preguntándole si es que las feas no tenían igual derecho a vivir, y mi madre no sabía nunca qué responderme. Yo utilizaba a menudo esa frase tan imposible de defender racionalmente para atacarla, pero sin duda el tonto era yo. La reacción de mi madre era puramente emocional, verdadera. Ahora entiendo que la belleza nos conmueve más)

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