Me pasa siempre que
fallecen chicas jóvenes cuyas fotografías se repiten después en los medios.
Leyendo ayer en
internet la noticia de la noche de Halloween (tres jóvenes chicas cuyos rostros
en foto-carnet encabezaban el artículo mueren aplastadas en una mega-sala de
fiestas) leí el comentario de uno de los lectores, un apunte aparentemente
superficial en el que este lector y comentarista se preguntaba, con gran
agudeza en mi opinión, sobre por qué siempre las que morían eran las guapas.
Otro había contestado que las feas son más fuertes que las guapas, que son
más delicadas, lo cual puede que no sea más que una tontería. Yo me atrevo a
añadir aquí que las feas no constituyen una noticia tan jugosa como
las guapas. Y añado que cuando uno llega a cierta edad
encuentra irremediablemente belleza en cualquier intangible chica
normal de 16 a 20 años. Y añado también que a las guapas se las
recuerda más vivamente que a las no lo son tanto.
Lo que me sucede
siempre que una bella joven muere así de forma trágica es que me enamoro como
un tonto, hasta la obsesión en cierto modo, de su fotografía, de su
imagen. No se trata de nada físico, la Red está llena de chicas
guapas de las que paso de largo. Se trata de un enamoramiento imposible,
ideal, lleno de promesas ya irrealizables y por lo tanto eterno, muy
similar a esos preciosos enamoramientos que tanto perturban nuestras juventudes
hacia algunas heroínas o damas del cine que contemplamos, y que nos
proporcionan material para fantasear de sobra con erigirnos en héroes dignos de
su altura, o en entregados amantes, en otra persona distinta mucho más
alta y dichosa que la de nuestra vida
real. Muy parecida es la promesa de amor que me proporcionan las
bellas jóvenes que mueren, como Katia anoche. Puede no ser sino una oculta necrofilia, claro. Pero así y todo es amor.
Veamos: el pelo con mechas rojas, los ojos inteligentes y salvajes detrás de unas gafas de pasta, el
rostro fuerte y sin embargo delicado. El gesto de niña bien criada
que lo sabe todo y que explora con rebeldía otros papeles menos cómodos, que es
joven y tiene ganas de desafiar a papá, que es el destino. Y con esto basta.
Encuentra uno en su profunda mirada a la cámara un mundo de
repente apagado, por una tontería. Es como una burla cruel
de Dios o los dioses. Comprende uno que el azaroso infinito
pasaba tanto por su vida entera como pasa ahora a través de su muerte, que la
cadena de causas y consecuencias continuará ciego, incomprensiblemente,
sin contar con Katia. Debe haber un error en todo esto, piensa uno, y
emplea durante unas horas todas sus fantasías en reparar este error. Se hubiera
podido hacer algo, piensa, quizá se hubiera podido ser perfectamente feliz con
ella, lejos, pero acaba entendiéndose con horror que esa incorrupta
belleza se ha perdido para todos. En algo así consisten estos tontos
enamoramientos hacia una belleza perdida, en el ansia de una reparación tan
inverosimil como la de la propia vida.
Ojalá que el
rostro de Katia con su sombrero no se me haga tan presente en los próximos
años como aquel otro moreno, sonriente y delgado de Sonia Carabantes.
(Mi madre, cuando veíamos televisada la desgracia de una mujer, o niña, tenía siempre una
frase recurrente: "Pobrecita, con lo guapa que era"; yo la
ridiculizaba un poco entonces, preguntándole si es que las feas no tenían
igual derecho a vivir, y mi madre no sabía nunca qué responderme. Yo utilizaba
a menudo esa frase tan imposible de defender racionalmente para
atacarla, pero sin duda el tonto era yo. La reacción de mi madre era
puramente emocional, verdadera. Ahora entiendo que la belleza nos conmueve más)
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