lunes, 26 de noviembre de 2012

Machismo e incultura


Hablando hoy con un compañero de las nefastas consecuencias que, a nuestro juicio, ha tenido para el buen ambiente en el trabajo la incorporación de las mujeres al mercado laboral he encontrado una de esas verdades que uno guarda desde siempre, pero que por algún oscuro motivo no había revelado nunca antes. A veces pasa, hablando con alguien, que llegamos a conclusiones nítidas en las que nunca habíamos reparado.
Estábamos hablando de cómo las mujeres en el trabajo son chismosas, astutas, el juego de la mujer siempre ha sido más el coqueteo, el engaño. A él le indigna que utilicen sus incuestionables armas para medrar. Yo por mi parte pienso, le decía a mi compañero, que la que no tiene el don de la belleza utiliza cualquier otro ardid, y que la mujer en general, salvo honrosas excepciones, guapa o fea es un cáncer para la convivencia laboral. No es muy políticamente correcto, pero es lo que pienso. Lo que pensamos. Y somos muchos y muchas quienes pensamos igual aunque la mayoría calle ante el régimen imperante de lo políticamente correcto.
El varón aburguesado, oficinista de corazón, es una criatura más bien bonachona, dado a una responsabilidad distendida y, quizá a la larga, más eficaz. La mujer en cambio, quizá por tener menos fe en si misma, entrega la mitad de su energía al teatro y la intriga interna. En fin, creo que es algo que cualquier persona desprejuiciada, a nada que haya trabajado en un par de sitios, sabrá. Los lugares donde hay una mayoría de mujeres son más crispados y difíciles que donde convive una mayoría de hombres.
Bueno, el discurso de mi compañero contra la mujer guapa que se aprovecha de su tirón erótico para nublar el juicio de los jefes venía a cuento de que él (afortunado a su pesar) trabaja en un departamento junto a unas cuantas viborillas de un poderoso encanto sexual: jóvenes, guapas, delgadas y de grandes pechos (no exagero). Y lo que decía es que lo peor no es que sean malas compañeras, sino que sean además unas incultas. Mi idea de incultura empezaba y terminaba en los conocimientos librescos, pero él no se refería a eso, sino a que son las típicas niñas monas que no tienen ni una sola idea de la vida real, que viven en un territorio vedado por la televisión, estrellas de música y maquillajes y ropa interior y música entontecedora que les hace tener una idea preconcebida, completamente estúpida, del mundo, existiendo en una especie de burbuja de imbecilidad nunca rota. Mi compañero se refería a eso, y yo nunca hubiera dicho hasta hoy, aunque sin saberlo siempre lo he pensado, que la incultura viene sobre todo de un nulo conocimiento del jugo mismo de la vida.
Mi abuelo era analfabeto, jamás leyó un libro, pero yo nunca hubiera dicho de él ni de los ancianos del pueblo de mi madre que conocí que esa gente fuera inculta. Podían no haber leído nunca, o apenas nada, pero tenían un raro conocimiento, que en ellos parecía intuición, de la sustancia de lo que somos. Espontáneamente salían de ellos chistes en el bar que te ponía los pelos de punta, sin saber nada de Cioran o Pascal te asomaban al abismo. Podían evaluar la forma de ser del vecino con una agudeza propia de insignes y bien letradas cabezas, podían bromear sobre su propia muerte o el carácter de sus mujeres con una profundidad que yo veo imposible de encontrar hoy, a mi alrededor.
Sí, quizá hayamos aprendido para aprobar un examen la fecha exacta de la Revolución Francesa, o la fórmula molecular del agua o que Marconi inventó la radio, pero creo que, o somos más incultos que nuestros abuelos o bien que nuestra cultura es más pobre.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Katia


Me pasa siempre que fallecen chicas jóvenes cuyas fotografías se repiten después en los medios.
Leyendo ayer en internet la noticia de la noche de Halloween (tres jóvenes chicas cuyos rostros en foto-carnet encabezaban el artículo mueren aplastadas en una mega-sala de fiestas) leí el comentario de uno de los lectores, un apunte aparentemente superficial en el que este lector y comentarista se preguntaba, con gran agudeza en mi opinión, sobre por qué siempre las que morían eran las guapas. Otro había contestado que las feas son más fuertes que las guapas, que son más delicadas, lo cual puede que no sea más que una tontería. Yo me atrevo a añadir aquí que las feas no constituyen una noticia tan jugosa como las guapas. Y añado que cuando uno llega a cierta edad encuentra irremediablemente belleza en cualquier intangible chica normal de 16 a 20 años. Y añado también que a las guapas se las recuerda más vivamente que a las no lo son tanto.
Lo que me sucede siempre que una bella joven muere así de forma trágica es que me enamoro como un tonto, hasta la obsesión en cierto modo, de su fotografía, de su imagen. No se trata de nada físico, la Red está llena de chicas guapas de las que paso de largo. Se trata de un enamoramiento imposible, ideal, lleno de promesas ya irrealizables y por lo tanto eterno, muy similar a esos preciosos enamoramientos que tanto perturban nuestras juventudes hacia algunas heroínas o damas del cine que contemplamos, y que nos proporcionan material para fantasear de sobra con erigirnos en héroes dignos de su altura, o en entregados amantes, en otra persona distinta mucho más alta y dichosa que la de nuestra vida real. Muy parecida es la promesa de amor que me proporcionan las bellas jóvenes que mueren, como Katia anoche. Puede no ser sino una oculta necrofilia, claro. Pero así y todo es amor.
Veamos: el pelo con mechas rojas, los ojos inteligentes y salvajes detrás de unas gafas de pasta, el rostro fuerte y sin embargo delicado. El gesto de niña bien criada que lo sabe todo y que explora con rebeldía otros papeles menos cómodos, que es joven y tiene ganas de desafiar a papá, que es el destino. Y con esto basta. Encuentra uno en su profunda mirada a la cámara un mundo de repente apagado, por una tontería. Es como una burla cruel de Dios o los dioses. Comprende uno que el azaroso infinito pasaba tanto por su vida entera como pasa ahora a través de su muerte, que la cadena de causas y consecuencias continuará ciego, incomprensiblemente, sin contar con Katia. Debe haber un error en todo esto, piensa uno, y emplea durante unas horas todas sus fantasías en reparar este error. Se hubiera podido hacer algo, piensa, quizá se hubiera podido ser perfectamente feliz con ella, lejos, pero acaba entendiéndose con horror que esa incorrupta belleza se ha perdido para todos. En algo así consisten estos tontos enamoramientos hacia una belleza perdida, en el ansia de una reparación tan inverosimil como la de la propia vida.
Ojalá que el rostro de Katia con su sombrero no se me haga tan presente en los próximos años como aquel otro moreno, sonriente y delgado de Sonia Carabantes.

(Mi madre, cuando veíamos televisada la desgracia de una mujer, o niña, tenía siempre una frase recurrente: "Pobrecita, con lo guapa que era"; yo la ridiculizaba un poco entonces, preguntándole si es que las feas no tenían igual derecho a vivir, y mi madre no sabía nunca qué responderme. Yo utilizaba a menudo esa frase tan imposible de defender racionalmente para atacarla, pero sin duda el tonto era yo. La reacción de mi madre era puramente emocional, verdadera. Ahora entiendo que la belleza nos conmueve más)

jueves, 1 de noviembre de 2012

Start

Hoy voy a empezar a escribir aquí.
Tenía un blog antes que este, y escribí mucho y tenía muchos seguidores, y seguidoras, pero mi novia de entonces entró un día en mi ordenador y lo pilló. Leyó algunas cosas que por nada hubiera querido yo que averiguara, intimidades que me echó en cara un día, costándonos a los dos feos disgustos.
Seguí escribiendo en ese blog pero sobre asuntos menos oscuros, cosas sobre política, libros, nada sentimental; porque yo sabía que mi novia (la de entonces) entraría de vez en cuando a leerme. Así que el blog pronto dejó de interesarme, y lo dejé. Desde entonces llevaba dos años escribiendo en mi cuaderno marrón, más o menos todos los días.
Hoy quiero empezar a escribir otra vez públicamente. Abro este blog. Con mi novia actual tengo un trato más transparente, apenas hay zonas oscuras entre nosotros, así que no se sofocará si algún día entra en este ordenador y lo descubre. Aunque claro, no pienso invitarla a que lo lea.
Hoy es el día de los muertos en España. El ambiente en mi país por si alguien no lo sabe es bastante deprimente. Soy un puro clase media, aunque a mi me guste pensar que no, que por estar alternando la lectura de Hume y Stevenson pertenezco a no sé muy bien qué élite intelectual. Pero uno pertenece más bien a la clase social que frecuenta, y la clase social que yo frecuento es pura clase media, sin paliativos. Bueno pues de mis cuatro amigos solamente yo tengo trabajo. Mi antigua novia acaba de salir de mi casa, de tomar un café, ella está en paro, y tres de sus cuatro amigos también están en paro. Flota una brumosa sensación de desastre inminente, de que el país se está yendo lentamente a la mierda. Los que aún trabajamos, a nada que tengamos un mínimo olfato, además, olemos el miedo según entramos por la puerta de nuestros despachos y almacenes, se huele el miedo de la gente que trabaja con uno, la mala leche, la preocupación por la mirada y el juicio del jefe, que se ha convertido en una figura mucho más amenazante que nunca, como un benefactor de cuyo capricho dependemos.
Todos mis amigos en paro se mantienen no obstante bien alimentados, viviendo bajo techo y ciertamente lustrosos, así que imagino que la situación, después de todo, no es tan mala aún.

Es algo vulgar hablar de la crisis, la crisis, la crisis... Además no quiero escribir posts largos. El próximo día escribiré de algo menos corriente.