Hablando hoy con un compañero de las nefastas
consecuencias que, a nuestro juicio, ha tenido para el buen ambiente en el
trabajo la incorporación de las mujeres al mercado laboral he encontrado una de
esas verdades que uno guarda desde siempre, pero que por algún oscuro motivo no
había revelado nunca antes. A veces pasa, hablando con alguien, que llegamos a
conclusiones nítidas en las que nunca habíamos reparado.
Estábamos
hablando de cómo las mujeres en el trabajo son chismosas, astutas, el juego de
la mujer siempre ha sido más el coqueteo, el engaño. A él le indigna que
utilicen sus incuestionables armas para medrar. Yo por mi parte pienso, le
decía a mi compañero, que la que no tiene el don de la belleza utiliza
cualquier otro ardid, y que la mujer en general, salvo honrosas excepciones,
guapa o fea es un cáncer para la convivencia laboral. No es muy políticamente
correcto, pero es lo que pienso. Lo que pensamos. Y somos muchos y muchas
quienes pensamos igual aunque la mayoría calle ante el régimen imperante de lo
políticamente correcto.
El
varón aburguesado, oficinista de corazón, es una criatura más bien bonachona,
dado a una responsabilidad distendida y, quizá a la larga, más eficaz. La mujer
en cambio, quizá por tener menos fe en si misma, entrega la mitad de su energía
al teatro y la intriga interna. En fin, creo que es algo que cualquier persona
desprejuiciada, a nada que haya trabajado en un par de sitios, sabrá. Los
lugares donde hay una mayoría de mujeres son más crispados y difíciles que
donde convive una mayoría de hombres.
Bueno,
el discurso de mi compañero contra la mujer guapa que se aprovecha de su tirón
erótico para nublar el juicio de los jefes venía a cuento de que él (afortunado
a su pesar) trabaja en un departamento junto a unas cuantas viborillas de un
poderoso encanto sexual: jóvenes, guapas, delgadas y de grandes pechos (no
exagero). Y lo que decía es que lo peor no es que sean malas compañeras, sino
que sean además unas incultas. Mi idea de incultura empezaba y terminaba en los
conocimientos librescos, pero él no se refería a eso, sino a que son las
típicas niñas monas que no tienen ni una sola idea de la vida real, que viven
en un territorio vedado por la televisión, estrellas de música y maquillajes y
ropa interior y música entontecedora que les hace tener una idea preconcebida,
completamente estúpida, del mundo, existiendo en una especie de burbuja de
imbecilidad nunca rota. Mi compañero se refería a eso, y yo nunca hubiera dicho
hasta hoy, aunque sin saberlo siempre lo he pensado, que la incultura viene
sobre todo de un nulo conocimiento del jugo mismo de la vida.
Mi
abuelo era analfabeto, jamás leyó un libro, pero yo nunca hubiera dicho de él
ni de los ancianos del pueblo de mi madre que conocí que esa gente fuera
inculta. Podían no haber leído nunca, o apenas nada, pero tenían un raro
conocimiento, que en ellos parecía intuición, de la sustancia de lo que somos.
Espontáneamente salían de ellos chistes en el bar que te ponía los pelos de
punta, sin saber nada de Cioran o Pascal te asomaban al abismo. Podían evaluar
la forma de ser del vecino con una agudeza propia de insignes y bien letradas
cabezas, podían bromear sobre su propia muerte o el carácter de sus mujeres con
una profundidad que yo veo imposible de encontrar hoy, a mi alrededor.
Sí, quizá hayamos aprendido para aprobar un examen
la fecha exacta de la Revolución Francesa, o la fórmula molecular del agua o
que Marconi inventó la radio, pero creo que, o somos más incultos que nuestros
abuelos o bien que nuestra cultura es más pobre.